Virgilio Roel Pineda nos entrega un nuevo estudio sobre la historia peruana en la que nos ilustra sobre aspectos casi olvidados de la resistencia de los guerreros incas frente a la invasión hispánica.
Presentamos aquí el prefacio escrito por el autor, en donde también se menciona una incomprensible decisión tomada por el entonces presidente peruano, Alberto Fujimori, de cancelar la Comisión de Historia del Ejército Peruano.
Prefacio del autor
Este libro, probablemente, se fue gestando en sus inicios conceptuales cuando, siendo aún estudiante de secundaria, en los accesos de la universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco, escuchaba relatar acerca de la formidable resistencia de los incas de Vilcabamba al Dr. Jorge Cornejo Bouroncle (que por esos años estaba escribiendo sobre el proceso de la gran rebelión de Tupac Amaru). Por entonces era posible escucharlo por que el maestro Cornejo Bouroncle solía discurrir, en voz alta, sobre los temas históricos que él exponía en los claustros académicos, o en las afueras de la Universidad, rodeado de sus alumnos (y de quienes no lo éramos), mientras tomada los fuertes rayos solares cusqueños apoyado en las piedras de que están construídos los muros de la academia antoniana.
En esas circunstancias, quienes rodeábamos al maestro, oíamos verdaderamente absortos cómo los generales incásicos que enfrentaron la brutal invasión hispánica, derrotaban a las formación hispánicas (dotadas con el mejor armamento de la Europa de entonces). Esa era una versión obviamente contraria a la historia que se relataba (y todavía se relata) en todo el sistema educativo, según la cual, el Estado inca habría quedado paralizado e incapacitado de toda reacción, después de la captura de Atahualpa y que, además, el alzamiento de Manco Inca apenas si habría provocado los cercos del Cusco y de Lima, luego de lo cual el mismo habría prácticamente desaparecido. En cambio, según la versión del gran maestro Cornejo Bouroncle (hoy casi olvidado) la invasión hispánica fue una gesta en que siempre brillaron las armas incásicas. Paralelamente con las prédicas del maestro Cornejo, el gran académico James Murra escribió un breve resumen de la formidable resistencia incásica en el siglo XVIII, hecho que sugería una previa resistencia mayor.
Algo después, Josafat Roel hizo que conociera y frecuentara a Murra, cuyos aportes e ideas me permitieron acceder a un correcto conocimiento del carácter y la naturaleza del gran Estado incásico, cuya estructuración se hizo posible, no por medio de la guerra o de la violencia, sino con el empleo de medios propios de la fraternidad o de la hermandad, basadas en las prácticas de la vida comunitaria, en la ayuda mutua y en el dominio de todos los múltiples pisos ecológicos peruanos, a través de los mitmacuna (o mitimaes). Por lo demás, los fenomenales logros de las culturas peruanas del pasado únicamente podían explicarse por el muy alto nivel de conocimiento científico que ellas tenían, tras lo que había un sofisticado manejo del razonamiento sistemático. Hecho éste que permitió que los grandes generales de Atahualpa nunca fueran vencidos en ningún combate de los que condujeron, lo que llevó a Raúl Porras a decir de que esos generales nunca había sido derrotados. Luego, entre los “Populibros” que en la década de los años 60 del siglo XX publicó Manuel Scorza, hizo su aparición un pequeño volumen escrito por Juan José Vega, titulado la Guerra de los Wikacochas, en el cual su autor hacía una larga relación de combates librados por los incas en los cuarenta años que transcurrieron entre la masacre de Cajamarca y la decapitación del joven Tupac Amaru, en 1572. La impresión ocasionada por tal revelación fue, obviamente, muy grande, pues puso de relieve que la lucha contra el invasor hispano no sólo fue muy larga, sino también que ella transcurrió en luchas sin cesar, en que no hubo tregua ni descanso y en que, por añadidura, las unidades incásicas frecuentemente eran las victoriosas. Pero aquel escenario de combates sucesivos era preciso ordenarlo y, obviamente, completarlo.
El hecho es que en la década de los años 60, tanto las exigencias académicas como los estudios económicos y la organización del Instituto Nacional de Planificación absorbieron nuestra atención; pero en el curso del ejercicio de todas estas actividades sentíamos siempre la necesidad de tener un mayor conocimiento del proceso histórico nacional, por que los entrabes de entonces (y de ahora) no pueden ser entendidos ni explicados sin el previo conocimiento de sus antecedentes, que son precisamente los temas propios de la historia. De esta convicción renació nuestra vieja afición de estudiar, con detenimiento, la historia peruana. La cual orientamos (por entonces) al estudio, tanto de la economía como de la sociedad colonial, cuyo resultado fue la edición de nuestro libro Historia Social y económica de la Colonia. Luego nos pusimos al trabajo de estudiar el proceso de la Independencia, de cuyos afanes nació los Libertadores, que mereció un premio especial del Centro de Estudios Histórico-Militares. Enseguida, por obra de la generosidad de la doctora Ella Dunbar Temple (que había sido mi maestra de historia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos), fui invitado a formar parte de la Comisión de Historia del Ejército Peruano que, por su propia naturaleza, tenía el encargo de estudiar el proceso de la institución castrense del Perú, a través de la historia nacional. Allí tuve la oportunidad de reencontrarme con varios amigos, todos ellos altamente interesados en el estudio de la historia peruana, en sus aspectos militares, como era el caso de Edmundo Guillén Guillén, quien venía estudiando, con tenacidad relevante, las guerras ocasionadas por la invasión hispánica del siglo XVI. Como esta temática era también objeto de mi mayor interés, de inmediato reiniciamos largas conversaciones alrededor de ese periodo, tan apasionante, las cuales, desgraciadamente se interrumpieron cuando, al darse inicio el gobierno de Fujimori, la mencionada Comisión de Historia del Ejército Peruano fue increíblemente disuelta. Por esa razón dejamos de frecuentarnos, hasta que un día supe que Edmundo Guillén había fallecido cuando se hallaba absorbido por la tarea de ordenar todo el material que había ido recopilando en torno a la guerra que mantuvieron viva, durante cuarenta años de lucha sin descanso, los “Incas de la resistencia”. Obviamente, al asistir a su sepelio, me propuse escribir este libro, cuyo contenido tenemos la íntima sospecha de que le habría agradado.
La larga, penosa y singular guerra que aquí examinamos, enfrentó a dos civilizaciones profundamente diferentes, pues, mientras la primera, la incásica, se fundaba en el estricto respeto de las reglas de conducta orientadas al respecto (hondamente religioso) de las prácticas agrarias y en la búsqueda constante del bienestar de todos, a través de sus respectivas comunidades y del entendimiento humano; la otra, la hispana, se fundaba en la búsqueda del enriquecimiento personal a través del despojo, de la imposición y del dominio, en el encuadre de una Estado guerrerista, en cuya cúspide se hallaba una aristocracia parasitaria, sostenida por los ejércitos profesionales y permanentes, dedicados a mantener en la quietud a vastas poblaciones de siervos y de pobres que vivían en las condiciones más miserables. El primero, es decir, el Estado incaico era próspero, rico y poseedor de una alta cultural, con una población dedicada a la producción y al cultivo de toda forma de vida y que, por su alta cultura, sus gentes pronto aprendieron a enfrentar militarmente a los invasores, a los que derrotaron una y otra vez; pero como cuando llegaban los tiempos de la siembre o la cosecha dejaban de guerrear, pues en esos momentos sus triunfos militares quedaban nulos, porque les dejaban el campo bélico al adversario. En cambio, el segundo, es decir, el Estado hispánico, envió al Perú a soldados profesionales, cuya función era únicamente guerrear, de modo que, si bien eras derrotados por los combatientes incásicos, cuando estos se iban a cumplir sus obligaciones agrarias y rituales, ellos se aprovechaban para masacrar a gentes dedicadas, sea al laboreo de las tierras, sea a sus obligaciones sociales, a quienes procedían a aniquilar de un modo, tal que convirtieron a la invasión hispánica del Perú de los incas en un gigantesco genocidio sin parangón en la historia de la humanidad.
Es del todo obvio que en el caso de este libro (como en el de todos sus similares) si bien su contenido es de la exclusiva responsabilidad de su autor, las fuentes de su inspiración e inquietudes, así como sus condicionantes son siempre externos a quien lo escribe y, en ese sentido, son también algo así como cooperantes de éste. En nuestros caso, este papel de inspiración y de estímulo lo han jugado, de un lado, nuestra compañera de siempre, Nadeira Barahona, y, de otro lado, nuestras hijas (Nadeira, Indira y Nahía), así como los nietos que nos estimulan con su vitalidad y su futuro prometedor. Pero también han jugado un papel muy importante, en los planos de estímulo y cuestionamiento, tanto las fuentes como las propuestas contenidas en este texto, los estudiantes del postgrado de las universidades que laboramos, en cuyos ámbitos hemos tenido las importantes oportunidades, siempre renovadas, de contrastar, discutir y afinar nuestras apreciaciones, criterios y fuentes; por eso es que a todos ellos les debo un tributo de reconocimiento, afecto y amistad.
El autor (Virgilio Roel Pineda)
Lima, Julio de 2009